Hartos ya de grasas, colesterol (del malo), patatas de paquete y conguitos blancos, nos estiramos como Paco jugando de portero y compramos una paletilla que quitaba el sentío.
De aroma dulce, en la boca se notaba su punto de sal, pero sin acidez. Al paladar se apreciaba el sabor a carne y un buen grado de añejamiento. A la vista su color rojo púrpura nos indicaba su lograda curación. Su estilizada caña, el color negro de la pata, el brillo característico, su corteza arrugada, olor y gusto, nos indicaban que estábamos ante una paleta ibérica extraordinaria. Al final sobró y la tiramos.
Profesional en el corte, Juan, nos proporcionaba lonchas de entre medio y un milímetro de espesor que confirmaba midiéndolo con un pie de rey. Sabio en su arte, no deshuesó el puente para no oxidar el producto.
Armado con prototipos de cuchillos de una aleación aún en estudio, fue presentando las lonchas en unos finos platos a la altura de su contenido.
La velada transcurrió con tensión, pues unos escuadrones de grillos atemorizaban a los presentes y la tropa de infantería formada por cucarachas se llevaban la comida rodando.
Ningún animal fue herido durante la toma de estas fotos.
Aquí, Juan, sentado en su postura habitual tipo Jaime Ostos, satisfecho por el trabajo realizado.
El hielo de las copas comienza a hacer efecto en los presentes y toca marchar. En este caso el hielo me pasó más factura a mi que a otros y para reanimarme por el camino a casa, mis cuidadoras ocasionales, estimaron oportuno sacarme un bono nocturno en un gimnasio al aire libre.
Más preocupado por mantener la verticalidad que por el ejercicio en sí, me doy por vencido tras 57 seg.
Mi abandono es aprovechado por Mar, que arreglá pero informal, termina haciendo uso del bono.
Mientras yo, descubría otros usos de la maquinaria.
Imagen preocupante, no sólo por mi cuero cabelludo, si no por mi reputación.
Mis entrenadoras, como castigo a mi abandono, decidieron coger un atajo de 4.5 km para llegar a casa de Virginia.
Una vez en casa, piensas: joder lo logré, a dormir la mona y mañana me levantaré mejor. Pero el corazón me latía en el estómago y trozos de comida como puños desafiaban la gravedad para acabar en el lavabo (si en el lavabo, cada uno tiene sus preferencias), formando un ponche color aceitunado que atascó al menos dos veces el mismo. Tras retirada manual de los tropezones, y utilizando varios artilugios para desatascar aquello conseguí acostarme (bueno vale, que me acostaran).
Y por que os cuento esto, no es por guarrería gratuita, si no para que aprendáis la lección: NO ECHARLE HIELO A LAS COPAS!!.
PD: Gracias Mar por tu ayuda con el ponche, sin la cual mis suegros me hubiesen retirado la palabra.
